
Es común que pensemos que hay emociones buenas y emociones malas pero, de hecho, todas las emociones hacen parte de la vida. Si hay algo que podría ser poco saludable estaría relacionado con la manera como las transitamos o con la manera como las expresamos. Tenemos capacidad de transitar por todas y todas tienen función en nuestra vida.
Emociones como la alegría o la sorpresa tienden a ser mejor vistas que emociones como enojo o miedo, por lo que se suele preferir sentir las que son como las primeras y se tiende a evitar o ignorar las que son como las segundas, aún así, todas ellas nos dan cuenta de nosotros en relación con el mundo, nos posibilitan conocernos, comunicarnos con nosotros y con los otros.
De esta manera, cuando sentimos alegría el mundo puede estar siendo percibido como seguro y recompensante, así podemos, por ejemplo, hacer vínculos con otros o motivarnos para las actividades que nos proponemos. Por otro lado, cuando percibimos el mundo como invasivo o injusto podemos sentir enojo, y entonces nos defendemos y ponemos límites. Asimismo, con la sorpresa podemos explorar y con el miedo podemos protegernos o con la tristeza podemos darnos una pausa.
Rechazar emociones como enojo, miedo, tristeza u otras, ignorando lo que su presencia supone y expresarlas de manera explosiva o implosiva, como si quisiéramos deshacernos de su presencia a cualquier costo, nos impide reconocer la necesidad que tenemos y nos resta posibilidad de contacto con los otros, con lo cual nos causamos y causamos daño.
Las emociones pueden ser puntos de conexión con nosotros y con los otros, dan cuenta de cómo percibimos el mundo y de cómo nos estamos situando en él. Por esto todas las emociones merecen ser escuchadas y transitadas, de tal forma que podamos atendernos y vincularnos de acuerdo con lo que desde la situación se requiere, de acuerdo con lo que para nosotros, en contexto, es saludable.